Una tarde en Bilbao, después de mucho caminar y llenarme de
ganas, decidí intentar dibujar al costado del Nervión “que es un río”. Dejé la
campera a un lado o detrás, saqué los bártulos y me dispuse a comenzar pensando
en la bonita vuelta que después daría por el llamativo museo Guggenheim. Al cabo de unas horas hete aquí abajo el croquis
resultado, del cual, al momento de terminar, me sentí muy realizado.
Posteriormente empaqué
todo y me dirigí al museo, ese que desde ahí me dejaba divisar su torre. Caminé
distendido, crucé un Calatrava de turno muy tranquilo mirando hacia los dos
lados, arriba y abajo. Vi un puestito de helados y no dudé; sentado tomé ese
helado de sabor limitado. Todavía había tiempo. Al ritmo del obturador, entre
los recovecos dirigiéndome hacia la gran entrada. Uno de los carteles decía
Anish Kapoor exposition. Entro en el impresionante hall, después de un impresionante
portal y voy hacia la taquilla. Compro mi ticket, con una graaan sonrisa,
después de convencer a la muchacha de mi realidad como estudiante, para pagar
menos y recibir un simpático aparato con audios descriptivos de las obras que
encontraría en exposición. Solo quedaba pasar por el detector de metales y
entregar la mochila en el lugar indicado. Ahí, en el indicado, me atiende una
chica, señora o muchacho que toma mis cosas para guardarlas en un locker. Le
entrego la mochila y siento que no es solo la mochila lo que debería entregarle,
sino algo más. No sabía bien que era ese algo más, porque al momento no había
nada más, solo yo y mi mochilita con los cuadernos, agua, cartuchera y demás
yerbas. Es en ese instante, ahí, que todo mi cuerpo se afloja al momento de
recapitular y recordar el objeto faltante en mi inventario. Una flojera que
nace directamente desde los intestinos, más del grueso que del delgado, y me
hace casi cagar encima de uno de los pocos pantalones que me vestían. Esa
sensación, que hizo inflar y desinflar todos mis poros al compas de “La Campera”. Una campera viejita, que hacía tiempo tenía,
que quería mucho y que me costaba superar el hecho de perderla. Bueno, quizás
la campera no era tan importante. Lamentablemente no era la campera el motivo
principal de esa sensación de flojera-cagazo-desesperanza, sino todos mis
documentos (DNI, PASAPORTE, VOLETOS DE AVION, CARNET DE CONDUCIR,ETC), que se
encontraban muy prolijamente en una cartera junto con toda la guita “en
efectivo” que me quedaba para todo ese viaje.
Sin explicar nada a la chica, señora o muchacho de las
mochilas corrí… corrí en dirección a la salida, manoteando la mochila de un
susto. Al llegar a la salida siento en mi un pitido ensordecedor, esta vez no
producto del miedo sino del aparato descriptor que me habían dado antes, una alarma
anti robo. Me saco el coso, instigado por las miradas acusadoras, y lo dejo el
piso del lado de adentro de la puerta al son del “Perdón” con un movimiento
panorámico, identificando las caras de los empleados que no entendían mucho que
pasaba. Corrí, corrí, corrí… Recovecos, torre, puesto de helados, Calatrava,
todo pasó no tan rápido, estaba lejos la escalerita que bajaba al río. Corrí,
corrí, sin esperanzas, pensando en soluciones. Me fui acercando y cuando tuve
la posibilidad de divisar la escalera no estaba seguro si veía la campera. Corrí, corrí sin aliento, pensando
en lo imposible de mi futuro si se cumplía la catástrofe de perderlo todo. Corrí,
corrí hasta no poder más, y a 100 metros del lugar, me acerco a la baranda del
río, para mirar la escalera-lerita donde había estado. Y veo una cosa verde,
“La Campera”. Corrí, corrí casi sin respirar, todavía cabía la posibilidad de
que solo sea la campera lo que quedó. Llego al corte da la baranda para bajar,
tomo la campera en mis manos, siento su peso sin sacar conclusiones, miro hacia
todos lados y grito con una furia descontrolada “ZAFEEEEEEEEEEEEE”.